viernes, 13 de diciembre de 2013

LA ESPUMA DE LOS SUEÑOS II

Pido una nueva pinta a Bruno y me voy arrimando silenciosamente a la animada tertulia de la mesa central de la taberna, una peculiar reunión reservada sólo a viejas botellas con una antigüedad reconocida de una manera tácita y secreta; la categoría que se posee después de un tiempo considerable de reposo y sabiduría en los anaqueles de madera de roble, vieja madera carcomida por el paso del tiempo que Bruno se resiste a limpiar, porque cree firmemente que el polvo conserva. Sí, el tabernero considera que a los recuerdos hay que darlos constantemente la espalda. Por eso están distribuidos en las polvorientas vitrinas del fondo, porque ahí es donde encuentra Bruno la fuerza para mantenerse aún firme en su decadente negocio, atendiendo a sus patéticos clientes como si fuera el primer día que abrió las puertas para que se colaran aquellos fantasmas que en ninguna otra parte podrían ser tenidos en cuenta.
Mientras, escucho declamar a Yeats, el cual es seguido atentamente por su amigo Joyce, James Joyce. Otro hombre sentado a mi lado, que dice llamarse Jonathan Swift, bebe pensativo, como si de esa forma pudiera conjurarse contra todos los necios que no están aquí, bebiendo con nosotros. Choco mi jarra con la de Brendan Behan, alterado y rotundo como siempre. Canturreo algo con Paddy Moloney, aunque no sea mi fuerte, y disfruto de la agradable velada, ruido y poesía por todas partes. Cerveza y canciones. Amistad y destierro a partes iguales. Necesito una cerveza. Vamos Bruno, no te duermas.
¡Ahhhh! Paladeo mi jarra con los ojos cerrados y compruebo, extasiado, como ahora el sabor de la cerveza es diferente, no amarga, desciende por la garganta como el beso de una novia. Son cosas de Bruno, que a veces se despista y olvida las preferencias de sus clientes. Pero a mí me da igual, ya que esta cerveza me lleva a otra latitud, a otras calles, a otro país.

Ahora estoy en la Hofbrauhaus, en la parte vieja de Múnich, donde mujeres maravillosas, tan rubias como la cerveza que paladeo, sirven enormes jarras de litro y medio. Tres lleva en cada mano una bávara rotunda ataviada con su traje típico, que me dice al oído, después de posarlas en la larga mesa de madera y lanzarlas a la otra apunta sin derramar una sola gota de espuma: “Wenn Herr”, y me explica después que por aquí venía mucho Oskar. Claro, la digo, sin saber a que Oskar se refiere. Pero al momento tengo a mi lado a un pintor callejero que me cuenta la historia de Oskar María Graf, al que los nazis quemaron sus obras, el cantor de Baviera, el enaltecedor de obreros y gentes normales que después sucumbieron al monstruo.
Han de ser las preciosas jarras de cerámica bávara las que, dotadas de esotéricos  poderes de animación, den la orden de movilizarse, y así es como da comienzo la animada tertulia de la Hofbrauhaus.  Todo es tan extraordinario que aún resisto por última vez a creer que pueda estar viendo con mis propios ojos semejante alucinación, más propia de un loco borrachín al borde del delírium tremens, que de un pacífico y sensato consumidor de tiempo en una ampulosa taberna donde las horas no existen.

Bruno sigue amodorrado sobre la barra, y de vez en cuando lanza algún ronquido acomodando su posición al duro y frío mostrador de metal; en la mano derecha sostiene sus gafas, y resopla sentado en la banqueta, asomando por su cabeza, oculta entre el otro brazo, un mechón de pelo, el único mechón que aún resiste, el último vestigio de una juventud aventurera y libertina, ahora un mechón desbaratado y sometido al sudor que perla su frente, quizás fruto del calor de un Trópico imaginario, pero no tan lejano en la distancia.

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