LA ESPUMA DE LOS SUEÑOS II
Pido una nueva pinta a Bruno y me voy arrimando
silenciosamente a la animada tertulia de la mesa central de la taberna, una
peculiar reunión reservada sólo a viejas botellas con una antigüedad reconocida
de una manera tácita y secreta; la categoría que se posee después de un tiempo
considerable de reposo y sabiduría en los anaqueles de madera de roble, vieja
madera carcomida por el paso del tiempo que Bruno se resiste a limpiar, porque
cree firmemente que el polvo conserva. Sí, el tabernero considera que a los
recuerdos hay que darlos constantemente la espalda. Por eso están distribuidos
en las polvorientas vitrinas del fondo, porque ahí es donde encuentra Bruno la fuerza
para mantenerse aún firme en su decadente negocio, atendiendo a sus patéticos
clientes como si fuera el primer día que abrió las puertas para que se colaran
aquellos fantasmas que en ninguna otra parte podrían ser tenidos en cuenta.
Mientras, escucho
declamar a Yeats, el cual es seguido atentamente por su amigo Joyce, James
Joyce. Otro hombre sentado a mi lado, que dice llamarse Jonathan Swift, bebe
pensativo, como si de esa forma pudiera conjurarse contra todos los necios que
no están aquí, bebiendo con nosotros. Choco mi jarra con la de Brendan Behan,
alterado y rotundo como siempre. Canturreo algo con Paddy Moloney, aunque no
sea mi fuerte, y disfruto de la agradable velada, ruido y poesía por todas
partes. Cerveza y canciones. Amistad y destierro a partes iguales. Necesito una
cerveza. Vamos Bruno, no te duermas.
¡Ahhhh! Paladeo mi
jarra con los ojos cerrados y compruebo, extasiado, como ahora el sabor de la
cerveza es diferente, no amarga, desciende por la garganta como el beso de una
novia. Son cosas de Bruno, que a veces se despista y olvida las preferencias de
sus clientes. Pero a mí me da igual, ya que esta cerveza me lleva a otra
latitud, a otras calles, a otro país.
Ahora estoy en la
Hofbrauhaus, en la parte vieja de Múnich, donde mujeres maravillosas, tan
rubias como la cerveza que paladeo, sirven enormes jarras de litro y medio.
Tres lleva en cada mano una bávara rotunda ataviada con su traje típico, que me
dice al oído, después de posarlas en la larga mesa de madera y lanzarlas a la
otra apunta sin derramar una sola gota de espuma: “Wenn Herr”, y me explica
después que por aquí venía mucho Oskar. Claro, la digo, sin saber a que Oskar
se refiere. Pero al momento tengo a mi lado a un pintor callejero que me cuenta
la historia de Oskar María
Graf, al que los nazis quemaron sus obras, el cantor de Baviera, el enaltecedor
de obreros y gentes normales que después sucumbieron al monstruo.
Han de ser las preciosas
jarras de cerámica bávara las que, dotadas de esotéricos poderes de animación, den la orden de
movilizarse, y así es como da comienzo la animada tertulia de la Hofbrauhaus. Todo es tan extraordinario que aún resisto por
última vez a creer que pueda estar viendo con mis propios ojos semejante
alucinación, más propia de un loco borrachín al borde del delírium tremens, que
de un pacífico y sensato consumidor de tiempo en una ampulosa taberna donde las
horas no existen.
Bruno sigue
amodorrado sobre la barra, y de vez en cuando lanza algún ronquido acomodando
su posición al duro y frío mostrador de metal; en la mano derecha sostiene sus
gafas, y resopla sentado en la banqueta, asomando por su cabeza, oculta entre
el otro brazo, un mechón de pelo, el único mechón que aún resiste, el último
vestigio de una juventud aventurera y libertina, ahora un mechón desbaratado y
sometido al sudor que perla su frente, quizás fruto del calor de un Trópico
imaginario, pero no tan lejano en la distancia.
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