sábado, 21 de diciembre de 2013

UN AÑO MÁS


Ya está aquí la Navidad. Luces de colores, guirnaldas, villancicos, vacaciones, pistas de patinaje, gente por las calles. Tiendas, gente, bolsas de esas tiendas... Alegría a raudales, y, en el fondo, un regusto de tristeza y añoranza de otras navidades. Esto es lo que nos han ido imponiendo poco a poco. Pero también podemos probar quitando cosas de la lista. Las luces se apagan, la pandereta deja de tocar, las pistas de patinaje se trasladan a Central Park, los grandes almacenes son viejos edificios anquilosados en el centro de la ciudad. Y buscamos dentro del corazón las verdaderas razones para celebrar algo, sea lo que sea, no lo que nos quieren vender.


DESMONTANDO EL BELÉN

No sé a quién se le ocurrió la idea de dejar que fuera el abuelo el que se encargara del montaje. Se pasó toda la tarde poniendo y quitando figuras sin mucho sentido. Se le veía aburrido, como si estuviera ya cansado de la cantinela de que lo mejor para él era estar ocupado en algo. Así no pensaba en la abuela. Al final se aturulló y puso al niño Jesús en medio del lago y a un conejo ocupando el sitio de éste en el portal. A mí y a Carlos nos hizo gracia, pero más gracia nos hizo el comentario del tío Julián cuando llegó, con un par de vinos más,  y dijo eso de que el niño Jesús estaba caminando sobre las aguas. El tío llevaba todo el mes encabronado con el gobierno porque decía que le habían escamoteado la extra de Navidad. Creo que por eso en vez de irse de comida con los compañeros se liaron todos a vinos con el estómago vacío. Ya que no la podían pagar con el gobierno la pagarían con la familia. Para colmo la tía Enriqueta le siguió el juego y empezó a hablar de no sé qué parábola de un tal Mateo. Por supuesto que el abuelo se dio cuenta de esos comentarios, pero no dijo nada. Parecía que después de haber montado el belén ya no quería saber nada de nosotros, pobrecitos mortales. Eso sí, con mucho disimulo agarró la figura del rey Baltasar y se la guardó en el bolsillo. Seguro que si la tía Enriqueta le hubiera visto habría empezado a contar alguna parábola, porque era muy dada a las parábolas. A mí y a Carlos las parábolas nos daban mucho respeto, más que nada porque los dos andábamos peleados con las matemáticas y  el rollo de los planos y las directrices era superior a nuestras entendederas. Tal vez por eso, y porque habíamos visto al abuelo llevarse al rey Baltasar, cogí un par de figuras, el rey Melchor para mí y una lavandera para regalársela a Nuria, mi novia de esas vacaciones.  Aproveché que el tío Julián estaba asomado al balcón para hacerlo. Como se nota la crisis, me dijo  –como si a mí también me hubieran escamoteado la paga extra de Navidad–, que sólo han puesto una vela por alumbrado, con las iluminaciones que ponía el ayuntamiento siempre.

Después llegaron los vecinitos de arriba a pedir el aguinaldo, y mientras mamá rebuscaba en la cesta de los caramelos arramplaron con tres o cuatro figuras más: un pastor, una vaca, un herrero y una viejita que salía en ese momento de misa. Al poco el perro también se sumó a la fiesta, y enganchó de una dentellada un camello. Al final el belén estaba como huérfano. Allí solos en el portal San José y la Virgen, ni vacas, ni cerdos, ni pastores ni un puñetero camello había. Menos mal que apareció el tío Abelardo que había ido a comprar unos mazapanes. Venía farfullando porque decía que le habían clavado. La próxima vez lo compras en los chinos que ahí es más barato, le dijo tía Enriqueta, que era su mujer, y esto no es ninguna parábola. Carlos y yo nos miramos extrañados. No nos imaginábamos que en los chinos también vendieran mazapán o turrón made in China. En fin, era cuestión de ir haciéndose a la idea. Al fin y al cabo mi hermana me dijo que todas las figuras del belén estaban hechas en China, porque al parecer las de aquí eran muy caras. Super-caras, fue exactamente lo que dijo, y para corroborarlo agarró la figura del niño Jesús y de paso se la guardó en el bolso. Entonces entró de nuevo en escena el tío Julián, que ya olía a vino que apestaba y soltó la gracia del día. Anda la leche, este sí que es un belén de tiempos de crisis, sólo tiene el pajar y la pareja.En esas llamaron al timbre. Deja abuelo, le dije, aunque el pobre estaba deseando largarse de allí, y bien que hice. Eran los vecinos de enfrente, todos ellos disfrazados de familia Flanders, a desearnos felices fiestas. Allí estuvieron un rato hasta que la madre al final lo soltó: claro, es que estos días son muy malos porque te acuerdas de los seres queridos. Al momento el abuelo fue al perchero, agarró el abrigo y se largó a dar una vuelta por el barrio. Mi madre me hizo una seña y me fui con él, a hacerle compañía. Empezamos a andar en silencio hasta que llegamos al centro comercial. Allí estaba en la puerta un Papá Noel rodeado de querubines angelicales. La barriga de relleno se le había bajado totalmente y las gomas de la barba le sobresalían a ambos lados de la cara. Me guiñó un ojo y me dio un caramelo. Entonces le reconocí, era Mateo, no el de las parábolas, sino el librero del barrio. Hacía unos meses que había cerrado la tienda porque ya no vendía ni cuadernos para el colegio. En los chinos los vendían más baratos y a los vecinos no les importaba que llevara tres generaciones con el negocio. En esas el abuelo entró en el centro comercial, fui corriendo hacia él y le agarré del brazo. Vamos abuelo, hay mucha gente. El abuelo farfulló algo pero al final me hizo caso, no en vano era su nieto favorito. Además allí no hubiera encontrado lo que iba buscando, ese libro que compraba todos los años en la librería de Mateo y que llevaba regalándome puntualmente año tras año: Cuento de Navidad, de Dickens. Salimos por otra puerta, no quería que reconociera a Mateo y menos ahora que se había pasado al enemigo. Cuando llegamos a la cafetería donde el abuelo me llevaba a merendar de pequeño y después de pedir lo de siempre, me miró fijamente y se sinceró conmigo, su nieto, sesenta años más joven que él. Creo que a ese Belén le sobre una pieza y le falta otra, me dijo esperando que le respondiera algo. Me tomé mi tiempo, porque si no el chocolate se iba enfriar. Después, con el estómago lleno empecé verlo todo mucho más claro. Cómo me gustaban las navidades. Vacaciones, comilonas, turrón, regalos, la familia toda junta, la añoranza y esas cosas. Ya sé que le sobra, le dije al abuelo. La figura de San José que quiere reunirse con la abuela y vivir en paz. El abuelo sonrió por primera vez en mucho tiempo, por eso era yo su nieto favorito. Ahora vamos a ver si encontramos una figura que se parezca a Mr. Scroogge, me soltó, que los fantasmas ya vendrán solos. Y regresamos a casa, de donde llegaba un aroma a pavo horneado que era una pura delicia. 

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