domingo, 24 de noviembre de 2013

La espuma de los sueños I
(Dedicado a Luismi)


Suenan doce campanadas en el carillón de la taberna de Bruno. Doce tañidos trasmundanos que anuncian que ha llegado el momento, justo cuando el eco de la última campanada se desvanece entre la pátina cuarteada de la madera, de descubrir a que saben los sueños y como es de densa la espuma del tiempo.
Son las doce de la noche, y a esta hora soy el único parroquiano que aún se resiste a abandonar éste refugio de trasnochadores. El resto se ha ido marchando poco a poco, aturdidos por la ginebra, el whisky y el vino. Bebidas del demonio que embotan sus cerebros y les impide llegar en condiciones a este momento sublime.
Detrás de la barra se encuentra Bruno, serio, viejo, servicial y cansado ya de servir jarras de cerveza y copas de vino. Hastiados sus oídos de escuchar en el viejo reloj de su abuelo campanada tras campanada: Dong. Dong. Dong. Dong… tantas que ni distingue el conteo de las horas. Para él ya todos los minutos son el mismo. Por eso Bruno dormita apoyado en el mostrador de bruñido latón, y se dedica a vivir una vida diferente a la de los demás clientes; quizás sueñe con bellas mujeres en una isla del Caribe, y se pasee por las calles decadentes de La Habana. Quizás busque a aquel tío que marchó a hacer las Américas y del que no volvió a tener noticias. Incluso cabe la posibilidad, porque para eso están los sueños, de que sea el único heredero de una fabulosa fortuna. Sí, Bruno sueña cada noche que es un opulento hacendado que vive en una lujosa mansión colonial, rodeado de plantaciones de café y atendido por una mucama que le recuerda los claros amaneceres de azúcar y organdí, un vecino del paraíso que sólo se dedica a contemplar apaciblemente las más hermosas puestas de sol jamás avistadas por ojo humano.
Le pido a Bruno una cerveza para sacarle de su marasmo, y medio en vigilia me tira una Guinness en dos tiempos, como mandan los cánones del santo más juerguista: San Patricio. Primero sirve tres cuartos de pinta con gesto cansado, como si no fuera con él la cosa, para dejarla reposar durante un minuto y medio, el tiempo que tarda en regresar a un paladar de la Habana donde conoció el amor. Una vez que se ha formado la espuma cremosa, Bruno regresa a la taberna y sirve el resto de la pinta.
Con el primer trago todo empieza a cambiar. El fuerte y amargo sabor de la Guinness me transporta a un mundo de bullicio y camaradería. Es como si la espuma de la cerveza se adhiriera no sólo al vaso, sino también al alma, al mismo tuétano.
Es en este momento de ensoñación cuando las mesas de la taberna cobran vida y se remueven inquietas en el piso entarimado del viejo edificio. Soy, por lo tanto, el único espectador de algo sorprendente y maravilloso; el único poseedor del secreto más fabuloso que se pueda llegar a imaginar, tan bien guardado que ningún otro mortal jamás podrá soñar algo semejante.



Otro trago de Guinness y veo con mis propios ojos cómo las botellas descienden por los estantes de la pared, reptando sigilosamente por el mostrador, y cómo van ocupando las mesas del vetusto local, apoderándose del espacio que debería corresponder a antiguos clientes que hace tiempo dejaron de percibir visiones, de soñar otras vidas.
Si, por increíble que parezca, ahora me encuentro en pleno Dublín, en el Porterhouse Temple Bar, rodeado de mineros, estibadores, poetas, conspiradores… acorralado entre botellas de ale y fotos de Samuel Beckett.

Por eso, cuando llegan las doce de la noche me desperezo, me recupero totalmente, vuelvo a la vida. Todo se ha transformado y ahora una música bullanguera empieza a sonar por los rincones de la taberna. Es la voz cascada de Shane MacGovan. Hasta casi puedo ver a Los Pogues cantando en un pub mientras todos los parroquianos chocan sus vasos y sus jarras.



      
I met my love by the gas works wall
dreamed a dream by the old canal
kissed a girl by the factory wall
dirty old town dirty old town

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