Ahora que termina el otoño es hora de regresar a los cuarteles
de invierno. Guarecerse del frío entre las ascuas de un brasero. Recoger las hojas del jardín y esperar a que empiece a cantar el
cárabo por las noches. Buscar el carro de Santiago entre los luceros del cielo y
señalar al Norte con la punta de la nariz, las manos metidas en los bolsillos
del chaquetón y el vaho dibujando espectros en la noche. Chamuscar al cerdo y meter después la cuchara de madera en la
olla donde se están haciendo esas patatas con sangre que saben a gloria
bendita. Leer de nuevo a Baroja, a Tolstoi, a Knut Hamsun, a Homero... y
hacerlo como si no hubieran pasado treinta años, como si el tiempo se hubiera
agazapado en las páginas de esos viejos libros de viejo. Pasear por la selva de Irati, aunque sea en sueños, o pasear por
las riberas del Riaza, aunque sea soñando. Abrir una botella de vino y esperar para beberla esa media hora
donde la paciencia te convierte al mismo tiempo en viticultor, bodeguero y
bebedor. Ahora que termina el otoño es el momento de volver a planear que
voy a hacer cuando empiece un nuevo otoño.
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